
Esquivando la suave lluvia de Bogotá, un gato de ojos color turquesa y bañado en blanco y negro merodea por la cornisa de una oficina escondida en medio de frondosa vegetación. Un generoso ventanal de madera tamiza la luz e ilumina un escritorio, cientos de libros, carpetas amarillas y cuadros colgados. Adentro, cómodo en su asiento, Germán Samper toma un lápiz, lo apoya sobre la piel del papel y comienza a explicar todo lo que dice de la manera más sencilla y clara posible.
Ya sea dando instrucciones para tomar un taxi en Bogotá o explicando las recientes modificaciones a la histórica ciudadela Colsubsidio, Samper -maestro de la arquitectura colombiana- puede expresar ideas sobre el papel con una facilidad que nos hace creer que el dibujar puede ser muy sencillo, pero ése es un truco. Simplemente es tema de constancia y Samper lo sabe por experiencia propia.
"No entiendo cómo los arquitectos no dibujan más si es un verdadero placer", se pregunta.
Después del salto, una conversación con Germán Samper y una serie de bosquejos inéditos del arquitecto colombiano.

En una grata conversación en su despacho en Bogotá -que pronto publicaremos en extenso- German Samper habló de todo: sus años en la universidad, su trabajo en el taller de Le Corbusier (sin que el franco-suizo inicialmente lo supiera), sus proyectos en Bogotá, las amenazas de las nuevas generaciones de arquitectos y reflexiones sobre su propio legado.
Sin embargo, su pasión por el dibujo sale a flote varias veces para hilar un discurso consistente. Y no fue fácil. Hay que remontarse a fines de la década del cuarenta, en sus últimos años en la Universidad Nacional de Colombia, cuando unos profesores europeos -Leopoldo Rother y Bruno Violi- llegaron a Bogotá estimulando la difusión del movimiento moderno. La generación de Samper se entusiasmó con las ideas vanguardistas de Le Corbusier y, por cuenta propia, el joven colombiano logró una beca del gobierno francés para estudiar en el Instituto de Urbanismo de París. Sin embargo, estando allá, se las ingenió para trabajar en el taller de Le Corbusier entre 1947 y 1952. Ahí aprendió la necesidad de escribir y dibujar.

"Uno no sabe dibujar cuando está recién titulado", comenta Samper sobre esos años, quien reconoce que su aprendizaje tuvo "una dificultad muy grande y poco a poco fui mejorando”. Le Corbusier surge como una figura fundamental en esa experiencia:
“Cuando en 1949 llegó la época de vacaciones e íbamos con Rogelio Salmona al Congreso de Bérgamo (CIAM VII), Le Corbusier nos dijo no lleven cámara fotográfica, el arquitecto tiene que aprender a dibujar. Lo que al arquitecto le llama la atención, hay que dibujarlo”.
Esa experiencia a lo largo de Italia con Salmona -dibujando obras sugeridas por Le Corbusier- le ayudó a entender no sólo la habilidad de dibujar, sino también la necesidad de hacerlo. A través de la descomposición geométrica, con el lápiz y el papel poder interpretar el legado arquitectónico que se tiene enfrente.

“Los dibujos son la memoria del arquitecto. Uno los hace para aprender del edificio que tiene enfrente”, señala Germán y un recorrido por los bosquejos desparramados en su oficina deja claro que así es: detalles constructivos, vistas panorámicas de espacios públicos, perspectivas interiores, ideas conceptuales, memorias escritas a mano y plantas habitacionales sobre papel mantequilla, con ese grosor e imperfección dejada por el pulso, marcando el sello personal de cada uno frente a la hoja en blanco.

Obras que no caben en una fotografía

¿Qué ve Germán Samper cuando dibuja? “Me parece interesante dibujar una iglesia gótica para conocer su estructura y uno debe realizar un análisis previo de su geometría. Con el espacio urbano uno logra buscar. La práctica me ha hecho buscar y lograr dibujos que no se pueden hacer sino con el papel. Uno puede omitir una parte de una calle para ver la otra completa. Entonces uno puede jugar maravillosamente y hacer cosas que no se pueden hacer con la fotografía”.

En sus múltiples bosquejos dibujados a raíz de una serie de viajes por Europa, la mano del colombiano invisibiliza fachadas para resaltar otras, afina la mirada como un francotirador en detalles específicos de un puente colgante, reconoce tipologías en las calles de su Colombia querida, despliega cuadras enteras como un rollo de papel, multiplica su rango de visión al redibujar plazas medievales y consigue perspectivas como si se anclara como gárgola a la cornisa de algún edificio histórico.
Cuando visitó la capilla de Ronchamp de Le Corbusier, Germán se dio cuenta de las ventajas del dibujo en situaciones que la fotografía no alcanza a cubrir:
"El sacerdote de la iglesia me dijo no he podido dibujar con fotografías las dos capillas al mismo tiempo que hay en la parte de atrás. Me sacan unas fotografías magnificas de una y después de la otra, pero tal vez usted me las puede hacer. Hice un boceto y entonces el curita quedó descrestado (maravillado) Se lo regalé, luego de hacer una copia para mí".
Samper guardó todos sus dibujos. Según sus cálculos, tiene 5.000. Todos nacidos al alero de sus viajes: Estados Unidos, Europa, Latinoamérica y obviamente, su Colombia natal. Con la ayuda de una de sus hijas, comenzaron a ordenarlos y sistematizarlos. Así surgieron los primeros tres tomos de Croquis de Viaje, una exhaustiva recopilación con todos sus dibujos. Actualmente, son más de trece tomos, y los que conserva en su oficina, guardan anotaciones, recortes de textos, marcadores y nuevos croquis.
Pensando en su legado, cuenta que decidió donar la colección de dibujos a la Biblioteca Luis Ángel Arango, diseñada por Samper cuando trabaja asociado a Rafael Esguerra y Álvaro Sáenz. Ahora, como insiste a lo largo de nuestra conversación, cree que puede ayudar a las nuevas generaciones de arquitectos a no olvidar el dibujo. Que no se dejen tentar, como dice.
Energético y sin dejar el papel, suelta un advertencia a ritmo pausado. "Hay que coger el lápiz, no lo podemos abandonar”. Y sonríe.




